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Briasson, Antoine-Claude, Michel-Etiènne David, and André-François Le Breton. Recueil de planches, sur les sciences, les arts libéraux, et les arts méchaniques, avec leur explication : sixieme volume … A Paris: : chez Briasson …, David … Le Breton …, 1768. Signatura: U/Bc 12809

Luis Seoane, editor ilustrador, diseñador de capas, creador de marcas de colecciones, entendió el libro en la tradición de los grandes impresores clásicos como un objeto total en el que continente y contenido se conjugan en equilibrio. En el prólogo a su Segundo libro de tapas* dejó escrito:

Albert Skira, creador de libros de arte, de aquella espléndida revista que se llamó «Minotaure», aseguró, en el catálogo que conmemoraba sus veinte años de editor, que un bello libro no es obra de una sola persona, sino el fruto del esfuerzo de todos aquellos que trabajan en su elaboración. Son varios los artesanos que intervienen en la elaboración del libro y el esfuerzo es siempre de carácter colectivo. Cada libro tiene una historia, independiente del autor y del tema que trata. Una historia referida a su edición. Aquel libro que nació rico, que produjo seguramente un déficit en la contabilidad de la editorial, ahí está en una librería de última categoría, vendiéndose en lote con otros más modestos que corrieron igual suerte. «Tres libros por diez pesos» reza el cartel, sin importar nombre de autor, título o tema. El libro, aún en estas condiciones, mantiene su secreto interior, su historia oculta y una especie de dignidad que lo semeja en esas librerías, donde se vende en promiscuidad con discos y otros objetos, a la de aquellos hidalgos venidos a menos que ostentan en el traje gastado la traza de las repetidas limpiezas de las tintoreras y que viven una segunda vida en la Corte de los Milagros de cualquier ciudad. El traje del libro, su tapa, o la sobrecubierta si aún la conserva, ostenta también señales parecidas de gomas de borrar.

La Calle Corrientes de Buenos Aires es el Barrio Chino, el Mangue, o el viejo Paseo Colón de muchos libros que esperan su rescate. Cada uno de ellos tiene, independientemente de la historia de su creación y de su actual desamparo, su crónica gráfica tan digna de ser relatada en algunos casos, como del «Florilége des amours de Roward» que ilustró con espléndidas litografías Matisse y, en oportunidades, mucho más pintoresca.

Entre todas las personas que intervienen en la confección del libro, el que le imprime carácter definitivo es el maquetista, el artista gráfico, autor de su arquitectura y decoración.

El texto sigue, y nos cuenta su periplo como diseñador de libros en el contexto de ilusión y renovación que le tocó vivir entre el decó, vanguardia y expresionismo en la España republicana y el exilio en ese paraíso del libro que fue la Argentina de los años 40-50 del siglo XX. Pero hoy lo que nos importa es el formato. Pues si “el estilo es el hombre” como nos recordaría Victor Klemperer en su formidable LTI * el libro finalmente impreso, también es el texto.

Th. W. Adorno* lo explica elocuentemente en sus no poco erasmistas “Chifladuras bibliográficas”:

De que la forma exterior de lo impreso tiene su propia fuerza constituye un indicio el hecho de que autores de la máxima experiencia como Balzac y Karl Kraus se sintieran compelidos a hacer cambios profundos en las galeradas, hasta en la composición definitiva, e incluso a reescribir enteramente lo ya impreso. La culpa de ello no la tiene ni una negligencia en el manuscrito previo ni un perfeccionismo nimio. Sino que sólo en las letras impresas asumen los textos, realmente o en apariencia, esa objetividad que los hace desprenderse definitivamente de sus autores, y esto a su vez permite a éstos contemplarlos con una mirada ajena y descubrir defectos que se les ocultaban mientras todavía estaban a su tarea y sentían que los controlaban en lugar de reconocer hasta qué punto la calidad de un texto se manifiesta precisamente en el hecho de que es él el que controla al autor. Así por ejemplo, las proporciones entre las longitudes de trozos aislados, de un prólogo con lo que le sigue no son verdaderamente controlables antes de su impresión; los manuscritos mecanografiados, que consumen más páginas, confunden al autor haciéndole ver como muy alejado lo que está tan próximo que es una grosera repetición; en general tienden a dislocar las proporciones en favor de la comodidad del autor. Para quien es capaz de autorreflexión la impresión se convierte en una crítica de lo escrito: abre una vía del exterior al interior. A los editores habría por tanto que recomendarles indulgencia con las correcciones de los autores.

Como destacó Raúl Mario Rosarivo*, diseñador, tipógrafo, poeta, pintor, ilustrador, investigador y estudioso de la proporción aurea en la Biblia de Gutenberg y los libros renacentistas, la mancha tipográfica no es aleatoria. El oficio de impresor conoce unas pautas que fueron mejoradas durante siglos. Que fueron dotando de legibilidad al texto y que permiten leer con comodidad y jerarquizar la información. Todo lo que hoy bien hemos reaprendido acostumbrándonos al uso y versatilidad de los procesadores de texto.

Los tamaños apropiados a los géneros y disciplinas, la forma de los títulos, autorías, índices, la adecuación de la retícula, las proporciones, distribución y su diseño, los márgenes, las divisiones en partes, capítulos, el parágrafo, la puntuación y la nota (bien marginalia, bien a pie de página, a final de capítulo o de libro) se han ido desarrollando en paralelo, conformando también la lectura; la adecuación a ella y en ella del pensamiento académico y científico; como necesidad para presentar con claridad el contenido y las aportaciones.

La historia de la imprenta, la evolución de la mancha y posibilidades de caja, es a su vez la historia de lo que entendemos por escritura y por lectura. La de la literatura. Y más aún, es la historia de la construcción del estilo académico y científico. Pocos espacios habrá como las bibliotecas universitarias de fondo histórico donde se pueda percibir en un fácil recorrido cronológico por sus fondos esta evolución.

Gozen, pues, los lectores de

nuestros días y los que vinieren,

de bien tamaño como es

el arte de la emprenta,

y de los libros,

en su día.

*

Referencias:

* Seoane, Luís. (1957) “Breve crónica en relación conmigo y las artes gráficas”, en Segundo libro de tapas .- Buenos Aires: Bonino.

* Klemperer,Victor. (2014) LTI La Lengua del tercer Reich : Apuntes de un Filólogo .- Barcelona : Minúscula.

* Adorno, Th. W. (2003) “Chifladuras Bibliográficas” en Notas sobre literatura : Obra completa, 11 .- Madrid: AKAL.

* Rosarivo, Raul M. (1964) Historia general del libro impreso.- Buenos Aires: Ediciones Áureas.

* Diez, Manuel (1499) “Elogio del Arte de la imprenta”en Libro de albeytaria .- Zaragoza : Imp. De Jorge Coci, Leonardo Hutz y Lope Appentegger.