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En la Serie denominada “Legajos” custodiamos en nuestra biblioteca un conjunto formado por cerca de 5.000 documentos de tamaño y formato variado (hojas sueltas, anuncios, folletos, panfletos, conferencias, pequeños libros en rústica) en la que podemos encontrar información de todo tipo: las cuentas de la universidad en el siglo XVIII, un folleto de las ferias de nuestra ciudad del año 1906, o la construcción del ferrocarril en el salvaje oeste. Variedad y disparidad que recogen documentos con informaciones, noticias e historias curiosas.

EL U/Bc LEG 18-1 nº 1452 es un trozo de nuestra historia. Una historia que pudo haber sido de otra manera y que podría haber cambiado nuestro presente tal y como lo conocemos. O no. Nunca sabremos.

Un duelo, conocido como el Duelo de Carabanchel (12 de marzo de 1870) entre el pretendiente al trono y cuñado de la reina Isabel II Antonio de Orleans, Duque de Montpesier y Enrique de Borbón, Duque de Sevilla y también aspirante al trono.

Dibujo de Tomás Padró (1840-1877) Grabado de Tomás Carlos Capuz (1834-1899) en Antonio Bermejo, Ildefonso (1876) Historia de la interindad y guerra civil de España desde 1868, 1, p. 907, Dominio público

El Duque de Montpesier soñó con ser rey de España y se vio casado con Isabel II. Pero ahí estaban los intereses internacionales e Inglaterra para impedirlo, recelosos de una alianza con Francia. Se casó con la hermana pequeña de la reina, Luisa Fernanda de Borbón, convencido de así poder llegar al trono español, pensando que el matrimonio de Isabel II con Francisco de Asís era una farsa y que de esa relación nunca saldría un heredero. Qué equivocado estaba. No en la farsa, sino en lo de los herederos. Como de esta manera no pudo conseguirlo, se dedicó a conspirar, financiando campañas contra Isabel, lo que le llevó al exilio en Portugal. Pero cuando Isabel fue depuesta, en 1868, volvió otra vez con ínfulas de monarca.

El otro personaje de nuestra historia también era pretendiente al trono español. Con unas ideas mucho más liberales. No dudó en firmar un manifiesto, bastante injurioso, contra el de Montpesier (las malas lenguas decían que Isabel II estaba detrás de este manifiesto si bien nunca se pudo demostrar y otras, igual de malas o peores, que fue un artículo ideado por los republicanos). La consecuencia de todo esto es que se ganó un merecido “reto a duelo”.

[imagen en: Historia ilustrada de la Revolución española (1870-1931), Tomo 1 .- Barcelona. Gustavo Gil, 1931 p.24]

El caso es que el honor era sagrado. No les preocupaba matarse entre ellos ni venderse al mejor postor, pero ¡ay el honor! Así que, que mejor manera tenían los caballeros, por llamarlos de alguna manera, de aquella época, de resolver sus conflictos. Exacto. Duelo a muerte. O a sangre, como el que aquí nos ocupa. Eligieron pistolas, pistolas que nunca con anterioridad hubieran sido utilizadas y que sus padrinos fueron los encargados de adquirir.

Dispararon a turnos. El primero Montpesier que falló. Luego el de Sevilla. También falló. Podría haber quedado en unas muy honrosas tablas, y el honor de ambos caballeros quedaba a salvo. Pero estos tenían que seguir hasta que hubiera sangre. Y la hubo. El tercer disparo correspondía a Montpesier. Y esta vez atinó, acertando en toda la sien, causando la muerte al de Sevilla. Gran error. El Duque de Sevilla no era un cualquiera, sino que era el hermano de Francisco de Asís, marido de Isabel II.

[imagen en: Historia ilustrada de la Revolución española (1870-1931), Tomo 1 .– Barcelona. Gustavo Gil, 1931 p.24]

La importancia del finado y el duelo creó tal conmoción por toda España y Europa que al ganador se le formó consejo de guerra. Pero ya sabemos cómo son las cosas de los poderosos. Se determinó que la muerte fue accidental, el de Sevilla pasaba por allí, y sólo se le condenó a un mes de arresto.

Y en vez de dar las gracias por que su “accidente” no hubiera ido a más, siguió postulando al trono español, aunque nunca lo consiguió.
Su última oportunidad, o eso parecía, fue el casar a su hija, María de las Mercedes con Alfonso XII. El no sería rey de España, pero su hija sería reina consorte y sus nietos los herederos. Pensaría que el que la sigue, la consigue. Pero no le salió mal, sino fatal.

Por desgracia, su hija falleció a los seis meses de su matrimonio con Alfonso XII y por supuesto, sin herederos. Intentó que Alfonso se casara con su hija pequeña, pero este pasó. Lo que sí que consiguió fue casar a su hijo Antonio de Orleans con la hija pequeña de Isabel II, Eulalia. Matrimonio que acabó en divorcio, el primero en una familia real.
Viendo que no conseguía nada, los últimos años de su vida se los pasó más interesado en los acontecimientos políticos de Francia que en seguir conspirando, alejándose cada vez más de la política.
Murió en 1890 con 65 años, la mayor parte de ellos metido en conspiraciones. Y fue enterrado en el Monasterio de El Escorial en el panteón de los Infantes.

En este contexto de agitación política y zozobra por las constantes vacilaciones gubernamentales, las conspiraciones, las diversas presiones internacionales y los anuncios de los posibles candidatos y aspirantes al trono de diferentes ideologías, sin excluir la posibilidad republicana, aparece nuestro legajo.

Se trata de una hoja de aviso, con carácter panfletario, impresa en Valladolid en la Imprenta de Rojas con fecha manuscrita de 12 de marzo de 1870, que dice reproducir una «Última hora» del periódico progresista madrileño “La Discusión” y que da testimonio del momento político.

El famoso duelo fue descrito por Benito Pérez Galdós en sus Episodios nacionales. (España trágica .- Madrid, 1909, cap IX):

Disparó el Infante, disparó luego Montpensier, y ambos quedaron ilesos. Los padrinos cargaron de nuevo las pistolas y discutieron, probablemente sobre la supresión del avance después de cada doble disparo… «La función es harto pesada -dijo Vicente-; los actos brevísimos, los entreactos interminables. A ver, guapos mozos, tiren otra vez, y hagan el favor de hacer blanco». Y Bravo opinó que el lance llevaba trazas de inofensividad estudiada o fortuita, para concluir sin víctima y sin vencedor, con el solo triunfo del honor en el concepto condecorativo y de social etiqueta… Al disparar los rivales por segunda vez, acudieron los padrinos al Infante, creyéndole herido. Sin duda no fue nada, porque se procedió a cargar nuevamente. «Esto va para largo», dijo Bravo. Y Halconero: «A la tercera va la vencida. Veo la Fatalidad arrugando el ceño…». Y el otro: «Yo veo en su boca una muequecilla conciliadora. Desengáñate. Habrá vida y honor para todos». Por un rato de duración inapreciable, siguieron comentando el lance prolijo, y cuando sus palabras pasaban resueltamente del tono serio y expectante al de las bromas, oyeron el tercer disparo del Borbón… y al sonar el de Montpensier, ¡ay! vieron a don Enrique girar con rápido quiebro y voltereta, y caer de un lado… Al rebotar en el suelo, quedó el cuerpo en posición supina.

Con excepción del caballero de Orleans, que impávido, tal vez temeroso, permanecía en su puesto, todos acudieron a examinar al caballero caído… Los amigos intrusos, espoleados por su curiosidad ardiente, metiéronse en el vedado del Juicio de Dios. Si un instante dudaron, pronto les decidió el ver que de la otra parte violaban la clausura diferentes personas, algunas en traje militar. Algo sucedía de gravedad suma. Cuando llegaron al grupo, destacose de él Santamaría, y en su rostro moruno vieron los dos amigos la emoción trágica. «¿Herido el Infante?» murmuró Bravo. Y el levantino respondió que si no estaba muerto, poco le faltaba… Acercose Bravo codeando; mas de tal modo se apiñaban sobre el caído los ansiosos de examinarle, que sólo pudo ver el cuerpo de rodillas abajo… Federico Rubio, que antes que los dos médicos del duelo había podido apreciar la herida del Infante y su respiración estertorosa, se incorporo diciendo: «No hay remedio. Está expirando».

Al propio tiempo volvió Halconero sus miradas hacia Montpensier, la contrafigura del duelo terminado, y vio que un señor, en quien pudo reconocer a Solís, secretario y padrino del Duque, le notificaba el terrible desenlace.

El de Orleans dejó caer sus lentes, que quedaron colgando de la cinta, y mientras los cristales devolvían la luz con picantes reflejos, el caballero vencedor se llevó las manos a la cabeza en ademán de desesperación, y al aire salieron de su boca palabras doloridas que oyó tan sólo el secretario. O se lamentaba cristianamente de haber matado al primer hermano de su esposa, o lloraba viendo desvanecida en humo su ilusión mayestática 2. Fue al lance tal vez con la idea de hacer ante el público sus pruebas de valentía y de honor caballeresco, guardando las vidas de ambos para un reinado de conciliación, de lavatorio en aguas jordánicas. Pero el Destino le había jugado una mala partida. Él quería comedia, y Melpómene le había cambiado los trastos. Frente a la catástrofe, Montpensier maldecía su suerte, confundiendo en su consternación los motivos políticos y los humanos. Había matado a un individuo de la Familia Real de España, hermano del Rey consorte, cuñado y primo de la Reina, tío del inocente Alfonso. Pero si la bala de Orleans quitó la vida al Infante, la bala de Borbón, perdida en el espacio, se llevó la corona de Isabel, que ya el esposo de Luisa Fernanda creía poder encasquetar en su cabeza. Con brutal humorismo, el Destino retirábase del escenario, dejando tras de sí las sílabas de su carcajada… ja, ja…